Toqué la puerta, nadie atendió. Pasaron unos minutos y volví a llamar. En mi cabeza ya comenzaba a despotricar contra el reconocido artista por su maleducado destiempo, me importaba un comino su prestigio. Hice otro llamado una tercera y una cuarta vez y nada. Miré mi reloj pulsera, estaba puntual. Impaciente, giré la perilla y caí en cuenta de que no tenía seguro.

Como estaba citado en el lugar, y teniendo la excusa de haber esperado lo suficiente a la respuesta, me supuse con el derecho a pasar. Adentro encontré una amplia sala, de muebles simples, pero refinados, ventanas de claras y afables cortinas que bloqueaban la vista exterior, brillantes suelos y paredes de blanco impoluto. A un lado, como habría de esperarse, una estantería con ejemplares de Kafka y Joyce y algunos artículos sobre la contracción Lorentz-Fitzgerald. Al fondo una blanca puerta. Pero el anfitrión no estaba en ningún lugar.

Esperé un rato sentado, mientras ojeaba sin interés el guion con las preguntas en que había trabajado hasta tarde la noche anterior, jugando con la grabadora de mano para cerciorarme de que funcionara y creyendo que el artista aparecería a través de la puerta blanca, con efusivo saludo y disculpando la tardanza.

Al correr de los minutos, la paciencia se disipó y empecé a cuestionarme si sería aquel el lugar concertado, si acaso no habría allanado el sitio erróneo, en el edificio equivocado. Revisé mis apuntes, esa era la dirección indicada por la amiga que me había ayudado a organizar la entrevista.

¡Tal vez en la siguiente habitación! Puede que se encuentre en su estudio pintando o distraído con algo, pensé. Me dirigí a la puerta del fondo, pero solo encontré otra sala singularmente diáfana, con muebles de elegante y sencillo diseño, claras cortinas cubriendo discretamente las ventanas, pisos agradablemente pulidos y paredes diáfanas. En la estantería de al lado, El proceso, Dublineses y algunos artículos indeterminados. Al fondo, una blanca puerta. Sin rastro del artista.

Me pareció extraña la similitud entre ambas habitaciones, pero no lo suficiente para detener la intención de traspasar la puerta contigua. Tiré la manija y encontré un nítido cuarto, amueblado sobria pero elegantemente, cortinas traslúcidas, relucientes pisos, nacaradas paredes y otra estantería muy similar a la vista previamente, con ediciones de autores universales que no logro recordar. Al fondo del lugar, como en las otras ocasiones, una blanca puerta. Pero aún ninguna señal del que buscaba.

¿Una broma de mal gusto? La lógica me hizo regresar las habitaciones ya recorridas y cuando estuve frente a la última puerta, la que me figuraba dar al pasillo, esta se abrió por acción propia, vislumbrando no la salida, sino otra sala brillante, de muebles mesurados, cortinas transparentes, paredes limpias y algunos libros.

En el mejor de los casos, mi agotada memoria había fallado en la cuenta de las puertas, así que resolví encaminarme a la siguiente, que ahora me creía seguro de haber cruzado la primera. Abrí ausente de vacilación, pero me encontré con otra sala similar a la anterior. Emprendí desorientado la tarea de abrir las puertas que fuera necesarias para encontrar la salida.

Cuando me hube hallado completamente perdido y algo irritado ante la situación que simulaba una extrañeza muy propia de fábulas antaño leídas, cuando aquel caos parecía no mostrarme conclusión posible, cuando cada puerta que abría daba a otra sala exactamente igual, con otra puerta que sin duda mostraría una nueva copia de la habitación precedente, cuando sentí haber sorteado al menos una veintena de portales en ambas direcciones y estaba al límite de mis capacidades emocionales, sentí el irrefutable chispazo de una epifanía.

Bajo el umbral de una puerta cuyo número no puedo ahora remembrar, giré mi atención hacia la sala anterior y vi al artista gráfico Maurits Cornelis Escher, de pie debajo del marco de otra puerta, volviendo su rostro aparentemente conmovido hacia la habitación anterior, contemplando turbado a otro hombre parecido a sí mismo, que estaba situado bajo el portal de la pieza contigua anterior, y este último mirando con azorada expresión a lo que parecía otro Escher que torcía su aturdida cara a otro y otro más, y así sucesivamente por incontables infinitos.


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