—¡Quiero que me hagás el amor!—. Le dijo el chico, por tercera vez y con grave tono.
Ella era una prostituta de 29 años, con unas espectaculares caderas, lindas y bien formadas tetas, y, aunque tenía unas libritas de más, su cuerpo se torneaba con una muy razonable cintura, que contrastaba bien con el enorme y grandioso culo que cargaba; si habríamos de decir que había algo hermoso en ella era su generoso culo, no tenía parangón en todo el Distrito Central.
Llevaba dieciséis años en el negocio, lo que nos indica que, desde muy pequeña, y aún sin mucho cuerpo, tuvo que aprender a vérselas por sí misma. Al vivir en los arrabales de Comayagüela, fue presa fácil para los antisociales que la arrebataron de las manos de su madre, de quien no supo más. Desde entonces, se había hecho conocer como Lisa, nombre que había escuchado por primera vez en la famosa serie de animación americana, y que no había querido soltar, aunque no fuera muy común en esta esquina del mundo; su lugar de trabajo, un pretendido club nocturno de no mucha clase, entre la doce y trece calles y la tercera y cuarta avenida, más o menos.
El chico, cuyo nombre, aunque lo supiéramos, no nos interesa para lo que vamos a contar, había escuchado de la fama de ella de ser una de las mejores prostitutas que se podían encontrar en la ciudad, y de que tenías la facilidad de sobornar al watchman del lugar para que te dejara entrar, si acaso te pedía la identidad. Tenía más o menos diecisiete años, se notaba en su cara la pubertad, y aunque no era un James Dean exactamente, era notablemente guapo.
Con solo verle, se podía uno enterar de su posición económica; enterarse también que no era un chico de los que desobedecen a sus padres, que, de hecho, se le notaban claramente los aires de intelectual y aplicado en el estudio, pudiendo inclusive intuirse algunos premios a la excelencia académica, quizá fuera el hijo de un maestro, como suele suceder en este país con los chicos de su tipo. Pese a eso, Lisa no podía entender por qué estaba él frente a ella, pidiéndole con tanto ahínco lo que le pedía.
—¡Te pagaré bien, haceme el amor como nunca lo has hecho con nadie!—. Dijo el chico de nuevo, resuelto.
—Sos un cipote, y hasta guapo, ¿para qué querés de mis servicios?, no creo que los ocupés, fácil hallás a alguien más limpita. Respondió la prostituta.
—Solo…
El chico vaciló. Mientras esto pasaba, volvió la cara al vacío. Lisa, gracias a ese agudo sexto sentido, muy propio de su género, cayó en cuenta de que aquel muchacho en realidad no era un mal chico, y que probablemente no quería estar allí. Ella se quiso alejar, él la siguió.
—¿Qué acaso no tenés novia, niño? Conseguite una y hacelo con ella; llevale flores, las mujeres siempre le abrimos las piernas a los hombres detallistas—. Exclamó la dama, como queriendo zafarse del asunto.
—Ese es el problema…—. Abrió la boca el chico, pero calló inmediatamente, como arrepintiéndose de lo que iba a decir.
—Entiendo. ¿No tenés…? No, esperá. Te dejó. Tranquilo, puede arreglarse, lo que tenés que hacer es…
—¿A vos qué te importa, puta? No te pedí que me dieras consejo, solo que me hagás el amor como nunca lo has hecho. Interrumpió bruscamente el muchacho.
Mientras este articulaba el duro apelativo, a Lisa se le vino a la mente una serie de imágenes de todos estos años en que había prestado sus servicios. Recordó, por ejemplo, la vez recién sacada de su casa y que tuvo su primera relación sexual masiva con los mismísimos degenerados que la habían raptado; recordó cómo ese evento traumático había dejado profunda marca en su alma.
Recordó los siguientes cuatros años en que fue explotada por parte de sus raptores y proxenetas, cómo la obligaban a vender su cuerpo por dinero, dinero que nunca fue suyo; recordó cómo la drogaban y obligaban a chuparle la verga o masturbar a cuatro o cinco tipos a la vez; recordó el olor, el sabor, cómo se sentía su boca.
Luego, recordó su muy dramático escape de las garras de esos tipos, cuando creyó haber obtenido por fin su libertad; y recordó también el horror que sufriría después, discriminada por esa misma sociedad que creyó sería su salvadora.
Recordó cómo, al buscar a su mamá y no encontrarla, tuvo por necesidad que volver al negocio de venderse a sí misma, las largas y heladas noches en que dormía en las bancas del parque central, hasta que pudo, a costa de felaciones y cogidas, conseguir dinero suficiente para alquilar un cuartucho. Recordó las ocasiones que intentó salir de esa vida, pidiendo ayuda a las iglesias, y recordó las tantas veces en que le fue negada.
Su mente divagó por las imágenes, que se le hacían eróticas a estas alturas de su vida; recordó, por ejemplo, al gringo con pene pequeño, que solicitó se lo chupara, y cómo esta acción, y la cara de extremo placer que el extranjero hacía mientras se corría en su boca, le había fascinado; porque una cosa era cierta, era prostituta por necesidad, pero había aprendido a disfrutar de su trabajo.
Hizo memoria de aquel caballero de raza negra con la más grande entrepierna que había visto en sus años de trabajo, y que la hizo venirse por primera vez, y por segunda, y por tercera. Vino a su memoria, además, esa vez que conoció al pervertido que le desvirgó su parte trasera, recordó el dolor, es cierto, y recordó el placer también. Se acordó de la inmemorable escena de los dos universitarios que la requirieron al mismo tiempo, cómo, mientras uno le hacía trabajar su boca, el otro recibía una meada en su verga, que, lejos de horrorizarlo, le hizo volver a buscarla otro par de veces.
Recordó, con cariño eso sí, aquel que se enamoró de ella y que prometió sacarla del negocio, ese mismo que ella creyó poder amar, y amó, y que, sin embargo, a causa de algo que no quiso recordar, no volvió a ver.
Trajo a su memoria la imagen del tipo con la extraña afición por sus pies, al de la verga más pequeña que jamás conoció, más incluso que la del gringo, que ya era mucho decir, también al que le gustaba que le gritaran cosas sucias mientras cogía, al que le golpeaba las nalgas hasta dejárselas rojas cual tomate, al que solo se interesaba en la masturbación, al que solo la requería para besarle el culo hasta acabar, al del fetiche por sus tetas, al voyerista que le pagaba por verla masturbarse o coger con otro y al que simplemente quería hacerlo en cuatro puntos todo el tiempo.
Todo lo recordó, con cierto sonrojo en su faz, de hecho. Sí, había tenido mucho sexo, había tenido muchos e intensos orgasmos, inclusive se había enamorado, pero en ningún momento había ella hecho el amor, ni siquiera había pensado en la posibilidad.
Después de aquello, se compadeció del chico que tenía frente a sí y dijo con ternura:
—El amor, con amor se hace, niño. Vos querés a otra, otra que te botó o no sé qué pasó, y en tu decepción querés comprar el amor. Yo te puedo dar mi cuerpo, pero no mi amor; eso no se vende, ¿entendés? Ya vas a encontrar a alguien, más adelante. Tenete fe—.
El chico se calmó, había comprendido. Cuando se disponía a irse, ella lo llamó, se acercó y le dio un pequeño beso en la media luna de su boca, de consuelo quizás.
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