Primero nacen, luego se hacen gallos pitoretos y rojizos. Se les ve, cuando tienen entre siete u ocho años, sacando el pecho, poniendo todo su peso en las puntas de los pies, pelando los dientes y soltando uno que otro cacareo. Sin embargo, es preciso decirlo, no todos los niños se hacen gallos, hay quienes se mueren en medio de las peleas y las guerras que se dan en Kuanakatl. Aun así, algunos tienen suerte; nacen entre febrero y mayo, los más fuertes lo hacen en abril, esos se convierten en los gallos más hermosos, ruidosos y fanfarrones.
Canek es el último de la camada de mayo. Los demás niños lo agarran como chiste por su aspecto; todo delgadito, con mucho pelo en la cabeza y las piernas temblorosas y largas debido a una poliomielitis mal cuidada.
Es todo un caso, llora y se enfada cuando le dicen que no se hará gallo nunca. Como no tiene amigos y su mamá lo ve con cierta pena, suele ir al río a recoger piedras, pero siempre regresa rojo, lloroso y encabronado, porque las doñas que lavan el maíz en la ribera se carcajean al verlo, yendo con el pecho inflando y paradito.
— ¡Para buena sopa sí servís! —le gritan las más jóvenes, jugando con sus trenzas negras y olorosas.
— De solo imaginarlo en la arena ¡hasta el aire me falta de risa! —bromean las más viejas, tronando los huesos de la espalda.
— Ya, déjenlo estar—se compadece la más anciana, lanzando una mirada al chiquillo, quien se encoje del temor —Ya suficiente con esa catreca que tiene.
Las risas y palmoteos no pueden faltar, se inunda el lugar de sonidos burlescos, en todas las tonalidades posibles. Él no les dice nada, emite un suave gruñido, como un pestañeo, y las mujeres aplauden para desternillarse con un nuevo ataque de risa colectiva.
Canek se va caminando de regreso al pueblo y los más chiquitos lo reciben, observándolo con recelo y sonrisas traviesas. El más corto de estatura le hala un lado del pantalón, los mira con impaciencia, entiende que los chiquillos solo saben atiborrarlo de preguntas; que cómo se hacen gallos, que si duele, que si las mamás no los extrañan, que cómo hacen para no ser olvidados, que por qué se pelean los gallos, etcétera. Y él, con la cabeza en otras cosas, apenas si les explica atropelladamente:
— Es la ofrenda para el Señor Kukulkán, los gallos pelean para mostrar la valentía ofrendada a él.
Los niños se escandalizan y se dispersan corriendo; el más atrevido, se sorbe los mocos y le grita a lo lejos.
— ¡Parece que nunca te vas a hacer gallo!
Canek lo mira con los ojos vidriosos, le han herido en el amor propio.
Él lo sabe, para hacerse gallo tiene que luchar, morir y renacer como animal. Pero tiene miedo, dudas y una sensación que le llena de vacío el estómago. Ya cumplió los diez años y nadie quiere pelear con él, porque todos saben que es llorón. Y todo se le revuelve en la cabecita llena de piojos. Empieza a dudar. Ojalá pudiera nacer de nuevo.
— ¿Y si me quedo niño? —Se dice.
Niega despacito y se sienta a la salida del pueblo, meditando.
— ¿Cómo voy a desear quedarme niño?, ni caminar puedo—, piensa, y se le inundan los ojos de lágrimas, secándoselas rápido con el dorso de la mano.
De pronto, un silbidito lo despierta de sus miedos y entre la maleza observa una bella tamagás, toda larga y esbelta. Se le ocurre una idea, una muy cobarde; se levanta y se coloca casi de puntitas, saca todo el pecho y muestra los dientes perlados. La serpiente le sonríe, se lanza y le muerde el tobillo.
— ¿Qué pensabas hacer? —sisea la serpiente, acariciando sus elegantes colmillos con la puntiaguda lengua. Canek abre los ojos lo más que puede, arremete a la tamagás, pero esta lo esquiva y el chiquillo cae al suelo raspándose la nariz y la frente.
— Pelear —barbotea Canek, mientras el sudor baña su frente.
La serpiente lo mira y sonríe.
—Pero hace unos momentos parecías no querer ser hombre ni gallo, ¿para qué querés morir?
—Quiero nacer de nuevo.
— ¿En qué?
— No sé —murmura, desplomándose al suelo, morado por el veneno.
Cuando Canek despierta, ya no siente dolor en la pierna; no le duele nada, solo le pica la panza y siente un poquito de frío. Oye a los gallos del pueblo cantar a lo lejos. No se quedó niño ni nació gallo, además, de hombre no iba funcionar, así que Kukulkán, poderoso y empático, lo mató e hizo retoñar en tamagás.
DATOS VITALES | Xalli Xihuitl. Comayagüela, Honduras, 1995.
Licenciada en Letras con Orientación en Literatura; cuentista y narradora. Ganadora del Tercer Lugar en el III Certamen de Narrativa “Julio César Anariba” en 2015, con su obra «Los niños Gallo». Ganadora del Primer Lugar en el II Concurso de Poesía y Cuento Corto «Rigoberto Paredes» en 2016, con la obra «Quinoa». Su obra ha sido publicada en revistas mexicanas independientes, «Gata que ladra» en 2019 y «Escrófula #4» ese mismo año.
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