Hace una semana viajé a La Ceiba para participar en el VI Encuentro Nacional de Escritores UNAH – CURLA. Hubo un buen número de escritores, poetas y académicos. Asistió bastante alumnado, sobre todo, el de las carreras adscritas a Humanidades y Artes. Llegué el miércoles 24 de abril a las 5:30. Me hospedé en el Hotel Iberia. Fue el que dispuso la organización del evento. No está mal, tiene lo necesario para los que no exigimos mucho. Con que tenga aire acondicionado o abanico, cama y almohadas suaves, televisión y una ducha con agua fría, suficiente.

En verano siempre antoja meterse al mar. El primer día no pude caminar por la playa. Llegué cansado luego de casi ocho horas en bus. Pero en la mañana siguiente lo hice. Me levanté temprano, me vestí, bajé y caminé las tres cuadras que separan el hotel del malecón. No era el primero en llegar, estaba gente que hacía cardio. Me dirigí hasta el muelle justo cuando un guardia estaba abriéndolo. Saludé. Segundos después entró un señor con su bicicleta y aproveché para pedirle que me tomara una foto. Le expliqué cómo hacerlo, pero no le salió bien. El guardia, que pasaba, se ofreció y tuvo la misma suerte, se quejó y pidió intentarlo otra vez. Satisfecho, siguió su inspección hacia el fondo del muelle. Más tarde lo vi acodado en los barandales, al extremo del muelle.

Sin pensarlo, asumí la misma posición y me fijé en los cayucos estacionados en la orilla de la playa. Entre ellos había un amarillo, bajo unos almendros, que me llamó la atención. En algún momento pensé en el Cerro Pico Bonito, lo busqué con la vista, pero no pude verlo a causa de la neblina. Minutos después miré que un hombre mayor se metía al agua con el cayuco amarillo y avanzaba mar adentro. Decidí acercarme a dos pescadores que ya ratos hacían ademanes con sus anzuelos y cordeles. Tenía la esperanza de ver que sacaran un tremendo pez.

—¿Y pescan bastante, compa? —le pregunté al que le había pedido la foto.

—A veces —me contestó secamente y con un aire todavía somnoliento.

En eso estábamos, digo ellos en lo suyo y yo en lo mío, cuando el compañero del fotógrafo pescó una sardina. Sin mucho cuidado le extrajo el anzuelo y la depositó en un platito desechable. Lo hizo sin mostrar decepción. Por mi cabeza corrieron muchos pensamientos. ¿Qué harán con esas miserias?, ¿quién podría comprarles eso tan chiquito?, me pregunté. Tuve la intención de verlos a los ojos, pero iba a ser muy evidente mi ignorancia en el tema.

—Usted ha sacado toros de aquí, ¿verdad, compa? —preguntó retóricamente y sin mirarlo el de la sardina.

—Sí, me ha ido bien algunas veces… Usted no se queda atrás.

—No, también me he llevado unos buenos. Pero les ha ido mejor a aquellos —responde mientras señala los pescadores apostados en la punta del muelle.

—¡Uy sí!

—¿O sea que han sacado más grandes? —digo y disimulo el asombro.

—Sí, ja, ja, ja, esto no es nada. Aquí se han sacado unos que pesan ochenta libras.

—Yo me llevé sesenta la semana pasada —detalla el fotógrafo.

—Sí, hombre, no le fue mal.

—Pero ahorita no hay nada, la luna está muy alta.

—Espero que esta brisa de debajo del muelle los traiga.

—Cuando la luna está muy alta el mar se revuelve y los espanta —comenta mi aprendiz de fotógrafo —cuando baje hasta allá los va a traer toditos aquí.

—¿Se ven cuando salen? —digo.

—Sí, medio se les ven las aletas —responde y ya se percibe un tono de confianza en su voz.

Trabajan y conversan al mismo tiempo. No usan uno, dos ni tres anzuelos, usan un colgajo con una terminal de plomo para que se hunda en el agua. Luego lo agitan en el aire, lo avientan y después ensartan el rollo de cordel en las grietas del piso del muelle. El fotógrafo agarra una de las sardinas por la cola y con el filo de un cuchillo que saca de una vaina de cartón empieza a limpiarla, después le corta la cabeza y la destripa hasta reducirla a pequeños trozos de carne que usará como carnada. Metros adelante hay otro pescador que, en particular, lanza sus anzuelos por entre las grietas del muelle. Más tarde se acerca a los dos pescadores y comenta sobre el clima. También espera que la luna baje pronto para que los cardúmenes aparezcan.

Eran las 6:30 de la mañana cuando me cayó un mensaje que me avisaba que pasarían por mí a las 6:45. Lo leí con disimulo. Si bien los pescadores estaban en sus temas, me escapé de una manera sutil para no parecer maleducado. Sólo tenía quince minutos para volver al hotel, bañarme y bajar para que me trasladaran al CURLA.


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