Some people say
Can I join your gang?
The rest is up to your birds!
DB.
Ahí fue donde me di cuenta de que había llegado lejos. Observé a mi chica, sonreía inmaculadamente; todo su ser daba un hermoso contraste junto al desvencijado color terracota de la pared. Observé los retratos colgados sobre esas paredes en tonos sepia, blanco y negro y a tipos extraños que nunca había visto en mi vida. No sé por qué pensé que ellos habían sido toreros y poetas. Liet me besó y me dijo que quería bailar. Enseguida vi los ojos cansados y chispeantes del calvo bartender dueño del pub; esos ojos nos curioseaban de una manera sorprendida; obvio, yo era el mediático. Después miré a los teutones bromeando como lo suelen hacer ellos; era como una postal de Ich liebe dich Deutschland. A mi mente vinieron imágenes de los cargueros del Atlixco y Río Grande. Recordé a Eugen también, al enano ucraniano de Vassily cuando limpiábamos sus proas y sus popas; cuando nos emborrachábamos, y nuestras tonterías en la calle roja de Ámsterdam. También recordé nuestras peleas en el Emdenport y nuestras locuras en las costas de Socotra y Darsah, localizadas frente al cuerno africano; islas sacadas de otro planeta. Los nativos nos miraban como locos, pero al ver sus árboles de sangre de dragón en Socotra, más sus murciélagos, quedas satisfecho. Y sí, estábamos locos por ir a meternos allí. Ah, pero cuando el Vassily se emborrachaba, me decía que estaba en Brasil, y en su delirio pedía caipiriña. Bremerhaven, me dije. Sonreí y pensé en los toros de las Fiestas de San Fermín; cómo corrimos, adrenalina pura… fue divertida esa aventura. Alcé mi vaso y vi mi vida con una visión periférica y dije pröst.
Viajamos en tren desde Bremen hasta Madrid; los vagones siempre me hacen pensar en las diferentes personalidades del ser humano. Meinke, el capitán del Seaman’s Eins Mission, siempre me sugiere lo mejor: los buenos shortcuts. Y en los domingos del marinero (seaman sonntag) siempre me guarda mis postres favoritos: bienenstich y strudel. MeraV Herr Meinke. Pero enseguida, el silbido melancólico del regordete bartender me despertó de mi trance y dijo:
—¡Hostia!, ¿de dónde sois?
Lo observé y vi su bigote tipo Dalí; su calvicie, su nariz chata y sus ojos chispeantes y acapotados. Observé también su cuerpo: era gordito de tal forma que me recordaba a Pilón, el del cartoon de Popeye el marino. Se limpió las manos con el negro delantal; caminó y agarró un trapo y lo puso sobre su hombro; luego tomó una botella y sirvió una copa de vino; avanzó y me la dio.
—Honduras —respondí.
—¿Eh? ¿Dónde queda eso? ¿Colombia? ¿Cuba? ¿eh? Hostia, hablas varios idiomas, ¿cuántos?
—Cuatro —respondí, dibujando mi sonrisa de killer. El bartender siguió con una cascada de preguntas que él mismo se dedicó a responder.
—¿Qué hace alguien como tú con estos teutones…? Coño, si son unos gilipollas… ¿por qué tienes una chica así…? Tío, que es muy guapa… ¿Eres… hijo de algún dictador, coño? Hostia, sólo ellos pueden ser así.
Toda mi atención y mis pensamientos se centraron en mis conocidos: hijos de políticos pobres cargarán esos grilletes en el inconsciente, me dije; sonreí y recordé la Teguz, la que me encanta. En ella están mis pocos amigos de colección. Cerré los ojos y en mi mente estaba la montaña de Celaque. Seguidamente imaginé mis playas favoritas: Tela y Omoa, pensé, y divagué en una retrospectiva del tattoo de la bandera de mi país en mi antebrazo. Me acaricié el mentón, lo vi fijamente y en el momento que intenté responderle, Tristán, uno de los teutones, se levantó y dijo en tono de broma, «hostia, tío, él es único». Hizo una pausa para tomar un sorbo de cerveza y continuó diciendo, «no estreses al Darkid, es como un puente en Alemania… nosotros le decimos unser schamane*… y no es hijo de ningún dictador», gaugaugau… Enseguida me dio un cómico beso y me tiró unas gotas de cerveza y Otto gritó unser schamane Darkid… Carcajeó acariciando su bigote hirsuto, me miró y volvió a gritar «hostia, latin lover, coño que recuerdo, Honduras, coño, España 82…» Hizo una pausa, tomó un sorbo de vino y continuó: «vosotros teníais un negro llamado Gilberto Yearwood», se acarició el bigote y dijo «ven, ven». Me levanté y lo seguí junto con Liet.
Pasamos a una habitación que me recordó la de un gran artista o coleccionista. Había retratos, pinturas, esculturas, libros, juguetes antiguos y animales disecados. Los más destacados eran los felinos. Seguí al señor y a lo lejos vi un inmenso balcón. El bartender se detuvo: puso sus espejuelos, se acercó a la última pared —que está antes de entrar al retrete— y la señaló. Allí estaba la foto de Yearwood junto al chero Mágico González. Liet me abrazó por atrás y me dijo «sí que eres raro». Como un pirata, dije, y observé detenidamente el retrato de Yearwood. Vi la luz del exterior junto a mi reflejo sobre el cristal. Volteé a ver las losetas, juntas formaban una cruz celta, entre mis piernas un gato negro desfilaba elegantemente. Iba ronroneando y con la cola erguida. Seguidamente miré hacia los rayos del sol, pensé pronto será el solsticio de junio. Ni modo, sigo en ruta, pensé. Sonreí, el bartender silbó, esta vez un ritmo alegre, algo como música caribeña y no sé por qué imaginé mi retrato colgado en el Café Paradiso de mi ciudad.
*Nuestro shamán.
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