Hay días en que todo parece estar en su lugar: el trabajo sigue, las conversaciones fluyen, el cuerpo responde. Pero algo huele raro. No es tristeza. No es ansiedad. Es más sutil. Una sensación como de estar parado frente a un espejo sin reflejo. Como si nada de lo que hacemos terminara de llenar. Como si todo —los logros, las rutinas, los placeres— oliera levemente a vacío.

Ese olor tiene un nombre: nihilismo.

Friedrich Nietzsche lo vio venir hace más de un siglo. Dijo que “Dios ha muerto”, y no se refería solo a la religión, sino a la pérdida de sentido. A ese punto en la historia en que dejamos de creer en los grandes relatos que daban coherencia a la vida: la moral absoluta, el deber divino, el progreso asegurado. Sin esas brújulas, el mundo se volvió más libre, sí. Pero también más liviano, más incierto, más frágil.

Y hoy, en plena era digital, ese aroma sigue flotando. Pero ya no lo vemos como filosofía, sino como síntomas: agotamiento crónico, comparaciones constantes, hiperproductividad vacía. Nos llenamos de tareas, de metas, de ruido, para no enfrentar ese silencio incómodo que queda cuando todo se apaga.

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han lo llama “la sociedad del rendimiento”. Ya no hay un jefe que nos oprime. Ahora somos nosotros mismos los que nos exigimos sin tregua. Trabajamos más, posteamos más, soñamos con hacer “lo que amamos” pero terminamos siendo esclavos del algoritmo. Nos prometieron libertad, y nos dieron ansiedad.

¿Y si el problema no fuera que estamos rotos, sino que el mundo perdió espesor? ¿Y si lo que nos falta no es motivación, sino sentido? No uno dado desde afuera, sino uno que construimos desde adentro.

Nietzsche no era un pesimista. Al contrario, creía que del vacío podía nacer algo nuevo. Un tipo de persona que no necesita mentiras reconfortantes, que se atreve a mirar el abismo y, en vez de hundirse, empieza a bailar. Lo llamó el Übermensch, o superhombre: no un ser superior, sino alguien capaz de decir sí a la vida, incluso con sus sombras.

Quizás eso necesitamos hoy. Menos promesas vacías y más coraje para crear sentido. Un arte de vivir más honesto. Menos likes, más vínculos. Menos éxito, más profundidad. Menos multitarea, más presencia.

El aroma del nihilismo seguirá ahí, de vez en cuando. Pero no tiene que asustarnos. Puede ser un recordatorio. Un llamado. A detenernos. A mirar alrededor. A preguntarnos:

¿Qué de todo esto realmente importa?

¿Qué estoy cultivando mientras tanto?

¿Qué sentido elijo sostener cuando nada basta?


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