LAS MANOS

“¡El que se atraviesa se va!” sentenció perentorio el Tigre, fuertes sus rasgos faciales en lo semioscuro del alba. Quería decir que lo mataban.

Había arribado a Los Limones, kilómetros cercanos a la frontera, a las tres de la madrugada e inmediatamente convocado a seis de sus mejores hombres para la junta de planificación pues Inteligencia había descubierto que el 26 de Julio ––efemérides cubana–– el presidente recientemente derrocado, José Manuel, cruzaría la guardarraya de Las Manos para ingresar al país y hacer la intentona de recuperar el poder, por lo que cientos de sus seguidores, avisados en secreto, iban ya en marcha desde todo el territorio para bienvenirlo y apoyarlo.

Radió las primeras órdenes al G3, que era Operaciones. Ocupaba dos automóviles discretos con licencia particular, tres todo terreno tipo castrense y, titubeó, una ambulancia dotada con el mejor equipo médico. Tampoco deseaba que el Hombre que iban a capturar muriera en el camino, ni por accidente ni por voluntad. En tanto amanecía la asistente militar le comunicó que dos compañías de fusileros venían ya asignadas, y al término de la distancia, desde el cuarto batallón de Choluteca.

Casi nadie conocía al Tigre Padilla por otro nombre, además de que adoraba lo compararan con el astuto felino. Le había caído el apodo en la escuela para policías, donde destacó por su rara altura, 1.84 m, por la audacia verbal ante los superiores y el arrojo mostrado en los ejercicios físicos que dirigían instructores militares, que es cuando comenzó a exhibir dotes suicidas. Con venda en los ojos se lanzaba al agua desde el trampolín de tres metros, penetraba a la charca pantanosa del zoológico y avanzaba a trote sobre el lomo y testa de los lagartos; aprendió a disfrazarse de faquir y tragando maicena escupía fuego, siendo objeto de admiración por dormir con una boa, serpiente inmensa que le tutoreaba la siesta. Siguió dos cursos de selva y otro de tiro franco en la Escuela de las Américas, Fuerte Gulick, Panamá, a la que el New York Times denunció en 1996 por una serie de manuales de entrenamiento con que enseñaban allí a los alumnos castrenses cómo “aplicar torturas, chantaje, extorsión y pago de recompensa por enemigos muertos”. El Tigre Padilla la defendió, vigoroso, en entrevistas públicas.

Veintiocho horas antes Noche Netti acababa de encargarle la más delicada misión estratégica de propaganda para el gobierno provisorio de la dictadura: traer preso al defenestrado presidente José Manuel para que se le juzgara por traición a las leyes y el honor. Había pretendido un plebiscito para reescribir la constitución y sustituir al sistema, pero por resistirse a negociar con las fuerzas políticas estas lo denunciaron y tumbaron. La máquina bipartidista se puso en marcha y ejecutó fluida sus movimientos: una sala de la corte suprema emitió el dictamen jurídico y decidió orden de captura, tarea que encargó a las fuerzas armadas. Siendo madrugada la tropa le rodeó la residencia ––modesta para su rango––, le ametralló el portón, lo sacó en pijamas desde la alcoba, arrinconó a la familia que hasta entonces dormía, lo ascendió a un biplano militar y lo abandonó, sin estacionarse ni apagar motores, en media pista del aeropuerto Juan Santamaría, en San José, donde lo recogió el presidente costarricense Óscar Arias para vestirlo y más tarde engañarlo haciéndole creer que vigorizaba su regreso al gobierno. Fue escándalo mundial pues derrocaban a un mandatario por hacer al pueblo una consulta democrática y sencilla. El Tigre Padilla, para entonces subinspector de la fuerza especial Cobras, invitó a los colegas para celebrar con aguardiente.

Padilla era ideal para la misión asignada por el dictador, siendo la suya una biografía casi fabularia ya que desde la academia era tan vivo que cazaba gorriones en el aire

tan torpe que confundía gallinas y quetzales

tan mezquino que jamás decía adiós

y tan simpático que las ancianas indígenas de Curarén le donaban totopostes.

Desde la guerra con El Salvador

había aprendido a fumar cigarrillos al revés

para que no lo divisaran de noche los aviones

a bailar vallenato como García Márquez

sentía que alguien lo estaba soñando y despertaba insuflado con fiebres

odiaba la gramática, la arúgula y las cucarachas gigantes de montaña

el yoga le enseñó a dominar dos instintos asesinos

aunque nunca se volvía más tierno que cuando iba a matar.

El sueño de su vida era que lo llevaran a vivir en Estados Unidos,

La Operación Mancebo que estaba por realizar era inmune a riesgos ya que tomaría ninguno. Todo iba a ser perfectamente planificado ––considerado, estudiado, inspeccionado, argumentado, revisado–– y sólo dios torcería la táctica o argumentos; cero espacio para error. Disponía de los mejores fusiles de asalto y de materiales antidisturbios, granadas de aturdimiento y pupilas de francotirador. Escudos antibalas, visores nocturnos y detectores de movimiento, el G3 se había comportado escala diez aportando un grupo táctico especial. Como jefe se autonominó 10-David, que era el término frecuentemente usado por SWAT, que los entrenaba, para designar al líder, jefe o conductor. Los subalternos serían 20-David en descenso jerárquico, hasta 30 y 40 según capacidad y rangos. Burocracias vanas esas pues cuando el fusil disparaba extinguía las categorías.

Seis días antes el expresidente José Manuel había aterrizado en Managua, proveniente de Washington, donde la Secretaria de Estado Hillary Clinton había conducido una sesión urgente para considerar el coup d’Etat y adoptar acciones; la democracia latinoamericana pendía en peligro. Pero en vez de negociar con la OEA para finiquitar el asunto declarando a los golpistas fuera de la ley interamericana y expulsarlos, aconsejó la integración de comisiones negociadoras, con lo que el tempo y balance del suceso se extraviaron. José Manuel descubriría a posteriori la jugada intencional y se largó a Nicaragua para entrar a Honduras por la frontera oriental, alzar al pueblo y recuperar el mando. Excepto que los informes de inteligencia, varios de ellos cubanos y venezolanos, desaconsejaban la maniobra por haberse detectado en el perímetro tropas sospechosas, concentraciones de matones y guaruras, o sea guardaespaldas, con órdenes probables de asesinar.

Y fue por ello que en los días siguientes, pese a la multitud que vitoreaba y lo conducía casi en hombros, el presidente resistió ingresar más allá de varios metros sobre su territorio nacional. “Cobarde” apostrofaban los medios conservadores, “marica” calificaba la fuerza militar.

Para el Tigre Padilla el asunto era táctico, no emocional. Desde el cerro La Picona donde pulía su estrategia ––1279 msnm y donde cruzaba la mancha de pino Oocarpa que desciende de la costa Atlántica a la del Pacífico–– los movimientos eran de ajedrez. Su posicionamiento estratégico era militarmente superior, a cubierta y con abrigo, en una ubicación resguardada por cortinas de edificación vegetal que generaban sombras perfectas para el disimulo y la simulación, nadie percibiría a veinte comandos camuflados allí. Sobre la multitud subversiva tiraría un manchón de langosta bélica, plancha de cinabrio frío y vengador, mil puñales gitanos, cimitarra de dios, fuegos inesperados que duermen al corazón. Si su gente le respondía como esperaba tejerían sobre la oposición una telaraña fina, emboscada perfecta de la modernidad.

Si el expresidente avanzaba noventa metros lineales dentro del territorio local caería preso, mosca en la red: ocho hombres lo vendrían rodeando discretos tras dejar atrás la frontera y sustituyendo en su posición a la pobre guardia que lo celaba: un sargento y dos tenientes renegados. Su escolta política, que era el canciller venezolano Nicolás Maduro, permanecía prudente en el lado nica, incluyendo sus guardaespaldas, por lo que la línea de acción estaría controlada, los márgenes de sorpresa y fuego asegurados, descendería el águila desde el pináculo y giraría en razón volumétrica al viento, cuidando su equilibrio espacial, para alzar entonces vuelo de nuevo con la víctima entre las garras rumbo a la fama. Quince minutos solemnes, dos párrafos de historia, mil páginas de heroicidad: la plumita cautiva navegaría más tarde camino a la penitenciaría de la capital atada en una ambulancia Mercedes de dos carburadores y 3000 centímetros cúbicos, control por satélite y blindaje kevlar. Los detalles habían sido perfeccionados por amigos expertos del Comando Sur.

10-David dibujaba en la pizarra trazos del área donde iban a operar cuando oyó un terminante mensaje de radio: “¡el presidente está entrando, repito, el presidente está ingresando al país!”, lo que provocó tres molestias instantáneas: la primera fue que el operador titulara todavía Presidente al político destituido, vengaría esa falta; la segunda incomodidad era que lo hallaban con calzón a la rodilla, le faltaba pulir la estrategia, apenas si estaba pergeñándola, y la tercia es que generaba nerviosismo, inconveniente emoción.

Nada había qué hacer aunque también le favoreció el azar ya que el fallido gobernante apenas si trotó míseros metros en el lindero patrio y se devolvió a Nicaragua, aguardando quizás a que engrosara el número de conjurados y poder entonces aventurar la operación. Así que el Tigre se apuró a develar la suya propia y escribiendo con rasgos formidables en el pizarrón explicó el despliegue de fuerzas. “En aldea Las Champas, sobre la vía CA-6 y a cien metros de la línea divisoria, anidaremos un primer anillo de captura consistente en seis expertos convenientemente armados y vestidos de civil, deben aparentar ser campesinos, obreros, operarios de autobús… Calzan sombreros y gorras del partido Liberal o cualquier otro emblema, portan pistola y no revólver, la que va sin registro y nunca es oficial, la manejan camiseada, operan en misión clandestina”…

El capitán Andrés Osco, con su corta fatiga de reglamento, asintió; los cuadros para esa calidad ya estaban escogidos. En La Picona hacía calor.

Luego se estacionarían cuatro más cuatro elementos a cada costado norte y sur de la carretera, por donde supuestamente avanzaría el derrocado ––soltó risotadas felinas––; lo estábamos cercando… Esos serían los soportes o alfiles, habilitados hasta una periferia de sesenta metros del arranque de frontera, cuando el ratón fuera entrando a la trampa, como esperaban… Nadie estaba autorizado a hacer tiros sino a contener la acción de la chusma partidaria, que empezaría a protestar viendo que le raptaban al líder… Entonces ––lo que era el alma de la planificación–– el primer anillo y el segundo se cerraban y abrazaban en un cual arco defensivo frente a la vanguardia comunista y exhibían pistolas para intimidar a la multitud y repelerla en tanto encapuchábamos y jodíamos al jefe. Iba a ser intervención rápida e higiénica, obra limpísima de policía, sin más sangre que la que se agita y evita brotar…

El capitán Andrés Osco ––seudónimo 20-David–– lucía tenso y anidaba dudas: los liberales golpeados acostumbraban resistir arrechos, deseaba decir airados, cualquier provocación podía inducirlos a violencias y sacrificio visceral. Por su derecho de rango se atrevió a preguntar con el método and if, “¿y si hay agresión?”. El Tigre Padilla, para entonces 10-David, se sulfuró o aparentó hacerlo. “No habrá” aseveró, pero consciente de la vana promesa ofreció “tenemos que evitar daños colaterales”.

Incluso así 20-David, respaldado por los tenientes 30 y 40-David insistieron… “No es que desconfiemos de la organización sino de que es preciso conocer el alcance…”.

“¿Alcance?”

“Límites de fuego, señor, la inmunidad que nos protege o ni nos cubre, ¿somos una entidad paramilitar o de gobierno?, ¿con qué nos van a titular, héroes o sicarios?, ¿y si por accidente le damos matarine al Señor, a la persona presidencial, hasta dónde la pájara pinta o zacate limón?…”

El Tigre Padilla reconoció que se enfrentaba a la insurgencia intelectual de tres jóvenes con suficiencia jurídica. Los oficiales presentes ya no eran los intrépidos y arrojados de épocas atrás, la democracia los había trasvertido en maricones.

Perfeccionó una sonrisa taimada desde el arco desteñido de su dentadura refaccionada e irregular.

“Les doy palabra de que no habrá sangre”.

“Es que es una operación represiva” arguyó 20-David, que aunque inexperto era Licenciado en Derecho y a quien sustentaba la academia legal “a la que vamos a entrarle, no hay problema, señor… Pero necesitamos que delimite responsabilidades, nosotros sólo somos subalternos, escriba en una hoja en que nos libera, por favor, de… de… accidentes e imprevistos… de cadáveres flotantes y mujeres que lloran. Nosotros, siervos del sistema, le pedimos que ejerza su poder para perdonarnos por anticipado las cosas que pasan…”.

Padilla comprendió, casi se enterneció.

“Papel y pluma” hizo mando. Raspó seis líneas bolígrafas sobre el cuaderno de escuela en que se obligaba al compromiso y luego se retiró flotando en el ambiente, hacia la ventana y la luz, como si a nada estuviese obligado.

“Prosigamos” recapituló en tanto apartaba de la pizarra la Colt AR-15 que le pendía del hombro izquierdo y a la que ornaban en la cintura seis peines con munición. “Este es el plan” gruñó categórico…

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