Carta de Theófilo Divanna, bibliotecario jubilado, a su nieta Gabriela, que pasea con su madre por Europa y le ha escrito preguntándole por qué razón no hay volcanes en Honduras y por qué motivo Tegucigalpa no tiene un lago como Ginebra, Suiza, por ejemplo.

Curiosísima Gabi:

En el principio de los tiempos eran las aguas; y sobre las aguas reinaba el sol de un borde al otro del cielo; y en las aguas había abundancia de peces; y en las rocas salientes, cubiertas de lamas y parásitas, las sirenas cantaban su viejo Canto de las Profundidades, y el Canto complacía a Balam-Quitzé (el «tigre de la dulce sonrisa»), a Balam-Agab (el «tigre de la noche»), a Mahucutah (el «nombre señalado») y a Iqui-Balam (el «tigre de la luna»).

Sobre la haz de las aguas se levantaba el cerro de Hula, verde mole desde cuyas cimas se podían divisar los lejanos y azules espejos del mar de Mediodía, y en sus faldas, guarnecidas de perlas, se agitaba una hermosa colmena: la población de Tzacualpa.

Cuentan que más de sesenta mil soles antes de la llegada de los monstruos —mitad hombres, mitad caballos— a nuestras costas, se produjo un terremoto al sur del poderoso reino de Hueytlato y el cerro comenzó a disparar fuego, rocas encendidas y también oro en polvo, en medio de un estruendo colosal. Los temblores fueron tan violentos que, según las tradiciones indias, la topografía fue modificada de raíz.

La gran laguna, cuyas aguas cubrían toda la extensión del horizonte, y que tenía por nombre Teguycegalpa, desapareció. La leyenda asegura que las sirenas la transportaron, por artes mágicas, al norte de Hula, auxiliadas por Zipacná, genio formador de las montañas.

Los reyes del Quiché se habían olvidado de ayunar y quemar incienso en aras de la Majestad Velada, de Thoil, de Avilix y Hacavitz, que colma la Tierra y el Cielo en las cuatro extremidades. Por esa razón llegaron a Gumarcaah —capital del imperio Quiché— dos hombres ataviados con plumas verdes y plumas azules y los rostros descompuestos por el espanto. Venían de los parajes de Nacxit, el Juez Único, con la noticia de la desgracia: la publicaron y enseguida se volvieron canto de grillos, agua en esparavel, columnas de humo.

Y los reyes del Quiché fueron a hacer rogaciones y penitencia, gimiendo y quemando copal en los braseros, al Corazón del Cielo, al Corazón de la Tierra, al Rayo que hiere, al Surco del Relámpago, a la Hermosura del Día, para que hechos como los relatados por los hombres verdes, por los hombres azules, no se repitan y para que Kabracán «potencia maléfica» se alejara de estos dominios.

Léele esta carta al guía de turistas. Te aseguro que le provocará los sueños más asombrosos de su vida.

Recibe muchos besos de tu abuelo.

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